La leyenda de las luciérnagas comienza con Tupá, el dios supremo de los guaraníes. Cuentan que él fue el encargado de crear a los hombres y que quiso que tuvieran lo necesario para sobrevivir. Por eso, les regaló el fuego para que se calentaran durante las noches heladas. A partir de allí, los hombres empezaron a vivir en armonía y se reunían cordialmente a la luz de las fogatas. Mientras tanto, hablaban y compartían experiencias, cuentos y risas. Hasta que un día Añá, el espíritu del mal, estaba caminando por esas tierras y se encontró con ellos mientras festejaban alegremente. En aquel momento, su oscuro corazón quedó lleno de envidia puesto que esperaba ver a los sujetos sufriendo a causa del frío.
En cambio, los encontró riendo y charlando en paz, sin motivo para discutir o pelear. Por lo que, con mucha furia, decidió apagar el fuego que juntaba a los hombres. Lo hizo transformándose en viento y arremetiendo contra las fogatas, apagándolas una a una. Las chispas saltaban y volaban de acá para allá, y Añá las perseguía tratando que no quedase ningún rastro de calor. Los hombres se quedaron petrificados a causa del miedo y de la sorpresa del viento nocturno. Todo parecía favorecer las crueles intenciones del mal, pero Tupá estaba viendo lo que pasaba.
El dios decidió engañar al espíritu maligno y convirtió las chispas que perseguía en pequeños insectos. Los llamó isondúes y les dio el poder de prenderse y apagarse fugazmente. Añá no tomó conciencia del cambió y continuó soplando detrás de los bichitos. Sin embargo, estos fueron alejándose con sus luces intermitentes y diseminándose por los montes. Paralelamente, Tupá volvió al lugar donde estaban reunidos los guaraníes. Ahí, les enseñó a reavivar el fuego a partir de las brasas que aún permanecían encendidas.
Así fue como nacieron las luciérnagas o bichitos de luz. Las cuales todavía andan de acá para allá mostrando su esplendor en intervalos. Y ojalá sigan haciéndolo durante la eternidad.